jueves, 1 de octubre de 2009

Un botánico soñador (I)



“XI. DE LA CIUDAD DE PALENCIA Y LA HERBORISTERÍA DE DON DIEGO MARCOS


Palencia era clara y abierta. Por cualquier parte tenía la entrada franca y alegre y se partía como una hogaza de pan. La calle mayor tenía soportales de piedra blanca y le daba el sol. Las torres también eran blancas, bajas y fuertes, y, el río, maduro y caudaloso. Al otro lado del río estaba la vega poblada de viñas, hortalizas y árboles de frutas; surcada de canales. Por los canales iban las barcazas llevadas por mulas que tiraban de maromas desde la orilla y resbalaban con sus cascos en el fango. El agua de los canales tomaba, con el poniente, un color lánguido y fecundo de azul blanquecino con reflejos verdes o rojos.

La herboristería de Don Diego Marcos estaba en la calle mayor, con sus tarros de cristal o de porcelana, como las boticas. Arriba, tenía una tabla negra con letras de purpurina:

HERBORISTERÍA MEDICAL DE DIEGO MARCOS

El licenciado en Ciencias Naturales Diego Marcos, era alto, grueso y petulante. Llevaba gafas de oro y un guardapolvos ocre, descolorido. También su mujer estaba tras el mostrador, y era gorda y no menos presuntuosa. Andaba por la tienda una especie de mancebo, de veinticinco años, tísico y barbilampiño. La tienda era oscura, toda de estanterías de madera barnizada, de un marrón casi negro. En el escaparate había tarros y platos con hierbas, cada uno con su letrero, donde se podía leer:

MEJORANA; PINO PAÍS; ARENARIA (rubles); PULMONARIA; OREJA DE OSO; HIERBA NEGRA; MANZANILLA DEL MONCAYO; MENTA PIPERITA; MENTA POLEO; BELLADONA; CORDIALES; MALVAVISCO, etc., etc.

Alfanhuí entró a servir en aquella casa, de algo menos que de mancebo. Traído y llevado a todas horas por las órdenes del dueño y de la dueña. Alfanhuí callaba y aprendía. Comía con el mancebo, que era villano y despectivo con él, y dormía en la trastienda entre tarros recónditos que guardaban en su seno todos los olores del monte. Había también, colgadas de las paredes, unas láminas verticales, con un palo negro en cada extremo, para enrollar, que eran de papel brillante y tenían dibujadas en colores, plantas con las hojas y las flores aparte y los cortes de tallo y raíces, para detallar sus particularidades y estudiar los vasos y los tejidos. Debajo, tenían letreros donde ponía “Monocotiledóneas” y cosas por el estilo y, en letra más pequeña, “Gráficas Llosent, Barcelona”. En el medio había una gran mesa de mármol con una balanza atornillada a la losa. En una esquina, debajo de un reloj hexagonal, estaba el catre de Alfanhuí. En el suelo había saquitos remangados, con las hierbas de más uso y que no se desvirtúan por el aire.

Alfanhuí sabía algo de todo aquello y conocía muchas hierbas con sus nombres y sus virtudes. Pero ahora buscaba mejorar su conocimiento y se quedaba con los ojos pegados a la vitrina y sacaba los tarros, y los olía y desgranaba las hierbas en su mano y preparaba infusiones y extraños alambiques cuando nadie le veía. Pensaba también en los nombres de las hierbas y se los repetía una y otra vez, como buscando en ellos el sonido de viejas historias y, lo que cada planta, entrando por los ojos, había dicho en la vida y en el corazón de los hombres. Porque el nombre que se dice, no es el nombre íntimo de las hierbas, oculto en la semilla, inefable para la voz, pero ha sido puesto por algo que los ojos y el corazón han conocido y tiene a veces un eco cierto de aquel otro nombre que nadie puede decir. Una y otra vez repetía Alfanhuí los nombres y los había mejores y peores. Había nombres tontos que nada decían y los había misteriosos, en los que estaba todo el monte sonando.

El licenciado solía mandarle al campo con el encargo de traer tal o cual hierba que se acababa y le indicaba aproximadamente los sitios donde nacía. Las había más abundantes y más escasas y difíciles de encontrar. Pero Alfanhuí, con sólo haber visto y olido la hierba en su tarro y conocer su nombre, ya imaginaba el paraje donde podía nacer y luego tenía buen tino para hallarla, aunque nunca la hubiera visto por el campo. Y se subía a los altos y miraba los distintos colores de la tierra y lo que era arenoso o calizo y donde había más o menos agua y dónde batían más los distintos vientos y lo que estaba al socaire y las solanas y las umbrías y los declives y otras infinitas condiciones que hacían la tierra varia y difícil. Pero Alfanhuí entornaba los ojos para ver todo esto, porque acertaba mejor por gracia y por instinto, que poniéndose a considerar. A veces había que ir muy lejos y hacer noche. Pero siempre volvía con su saco de hierbas al hombro y alguna planta nueva y rara que había escogido para sí.”

Rafael Sánchez Ferlosio. Industrias y andanzas de Alfanhuí.

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