“XII. DE LA NUEVA Y ÚLTIMA SABIDURÍA QUE POR LOS OJOS SE LE ENTRABA A ALFANHUÍ
Con las hierbas se hizo Alfanhuí callado y solitario. Se le puso en los ojos un mirar ausente y vegetal, como si una misma hoja diminuta y extraña estuviera mil veces dibujada a lo ancho y hacia lo hondo de su pupila. Alfanhuí había puesto en sus ojos, delante de su memoria, un algo verde y vegetal que le escondía de los hombres, tanto que cuantos le miraban, le creían mudo y olvidado.
Sus ojos eran ahora como claras, espesas selvas, monótonas y solitarias, donde todas las cosas se perdían. Y caía la luz sesgadamente y se hacía silenciosa y pausada al trasluz de las hojas o se posaba en rachas sobre los claros de bosque, dando a la selva, con su variada sucesión de términos, una honda perspectiva interminable. Y desde lo profundo de aquel vario silencio, maduraba Alfanhuí una nueva y multiverde sabiduría.
Hundido Alfanhuí en semejante especialidad, púsose a trabajar día y noche, a ojos abiertos y cerrados. De día se quedaba mirando las hierbas en lo muerto de la herboristería o en lo vivo del monte. Y se tendía en el suelo con los codos hundidos en la tierra y la cabeza entre las manos, observando largo tiempo los minuciosos retoños. O se ponía por la noche, pacientemente, a analizarlos en lo oscuro, porque allí los veía, representados en su memoria, todo lo grandes que hiciera falta y podía estudiar sus detalles y descomponer sus colores como se le antojara, para mejor conocerlos.
Así fue descubriendo Alfanhuí los cuatro modos principales con que los verdes revelan su naturaleza: el del agua, el de los secos, el de la sombra y la luz, el de la luna y el sol. Y así toda sutileza se conocía, porque había verdes que parecían iguales y, sin embargo, el agua, al mojarlos, sacaba de ellos un brillo oculto y los revelaba diferentes. Y éstos eran los llamados “verdes de lluvia”, porque sólo bajo la lluvia se daban a conocer y estaban para guardar en sus gamas el recuerdo de cuanto en los días de lluvia había ocurrido y en lo demás del tiempo se estaban ocultos y nada decían. Porque las mismas cosas tienen, en distintos días, distintos modos de acontecer y lo que ocurrió bajo la lluvia, sólo bajo la lluvia puede ser contado y recordado.
Así por la manera de revelar su naturaleza, se agrupaban los verdes en clases distintas. Esto ocurría, naturalmente, tan sólo con tres de los métodos, ya que el de los secos servía para todo verde, pues no se basaba en una circunstancia, sino en la vida y la muerte del vegetal. Había, pues, “verdes de lluvia” y “verdes de cuando no llueve”; “verdes de sombra” y “verdes de luz”; “verdes de sol” y “verdes de luna”. Entre estas clases, había todavía muchas subdivisiones y paralelos entre clase y clase. Así ocurría, por ejemplo, con la encina y el olivo, con el chopo y el ciprés. El verde de la encina era “verde de sol” y el del olivo, su complementario entre los “verdes de luna”. El “verde olivo” tenía, a su vez, un contrario entre los de su clase: el “verde retama”. Porque nacían en dos lunas opuestas. El de olivo, nacía cuando la luna iba alta y lenta y describía un arco pacífico por el cielo oscuro. El de retama en cambio, cuando la luna corría herida y lujuriosa, como una loba en celo, por el cielo bajo de las claras noches y aullaba derramando un agrio olor y se velaba a ratos de nubes rápidas. También se revelaba el haz de las hojas, en su envés. Así el verde de los chopos, que nacía en la primavera, lleno de sol y de claridad, tenía en su envés el recuerdo de las nieves.
Pero donde mejor se conocían los verdes, era en sus secos. Nadie puede decir que conoce el verde de una planta si no lo ha visto seco alguna vez. Y para esto se valía Alfanhuí de la herboristería. Porque era conocer los verdes, en lo que la muerte les había dejado. Debajo de cada verde hay un seco y cuando aquél se desvanece, éste le revela. Y comparaba Alfanhuí una cosa con otra y había verdes que eran distintos en lo viviente, pero iguales en el seco que les subyacía. Y había verdes que se oscurecían en la muerte y verdes que se aclaraban, y otros que se trocaban en marrón, en rojo o en amarillo. Y aun los había tan sutiles y efímeros que el morir les dejaba transparentes como laminitas de cristal. Algunos había que al secarse presentaban distinto modo de ejemplar a ejemplar, porque habían sido sensibles a cuanto cerca de ellos ocurría. Así sacaban a veces caprichosos dibujos de rayas negras, revelándose testigos de hechos inconfesables. A veces eran dibujos tristes, como un lamento, o dibujos airados que pedían venganza.
En los tarros de la tienda iba buscando Alfanhuí el espejo mortal de cuanto vive, para conocerlo mejor.
Todas estas cosas y muchísimas más aprendió Alfanhuí, el tiempo en que estuvo en casa del licenciado Diego Marcos. Mas cuánto llegó a saber, deja de declararse en esta historia, porque tan sólo el mismo Alfanhuí hubiera podido escribirlo.
Y cuando hubo acabado con todo esto, se le quitó aquella extraña mirada vegetal y le afloró de nuevo a los ojos toda la memoria.
Despidióse de sus amos y dejó Palencia, porque ya mucho le llamaba el recuerdo a la nueva y gentilísima andanza con que este libro termina.”
Rafael Sánchez Ferlosio. Industrias y andanzas de Alfanhuí.
Con las hierbas se hizo Alfanhuí callado y solitario. Se le puso en los ojos un mirar ausente y vegetal, como si una misma hoja diminuta y extraña estuviera mil veces dibujada a lo ancho y hacia lo hondo de su pupila. Alfanhuí había puesto en sus ojos, delante de su memoria, un algo verde y vegetal que le escondía de los hombres, tanto que cuantos le miraban, le creían mudo y olvidado.
Sus ojos eran ahora como claras, espesas selvas, monótonas y solitarias, donde todas las cosas se perdían. Y caía la luz sesgadamente y se hacía silenciosa y pausada al trasluz de las hojas o se posaba en rachas sobre los claros de bosque, dando a la selva, con su variada sucesión de términos, una honda perspectiva interminable. Y desde lo profundo de aquel vario silencio, maduraba Alfanhuí una nueva y multiverde sabiduría.
Hundido Alfanhuí en semejante especialidad, púsose a trabajar día y noche, a ojos abiertos y cerrados. De día se quedaba mirando las hierbas en lo muerto de la herboristería o en lo vivo del monte. Y se tendía en el suelo con los codos hundidos en la tierra y la cabeza entre las manos, observando largo tiempo los minuciosos retoños. O se ponía por la noche, pacientemente, a analizarlos en lo oscuro, porque allí los veía, representados en su memoria, todo lo grandes que hiciera falta y podía estudiar sus detalles y descomponer sus colores como se le antojara, para mejor conocerlos.
Así fue descubriendo Alfanhuí los cuatro modos principales con que los verdes revelan su naturaleza: el del agua, el de los secos, el de la sombra y la luz, el de la luna y el sol. Y así toda sutileza se conocía, porque había verdes que parecían iguales y, sin embargo, el agua, al mojarlos, sacaba de ellos un brillo oculto y los revelaba diferentes. Y éstos eran los llamados “verdes de lluvia”, porque sólo bajo la lluvia se daban a conocer y estaban para guardar en sus gamas el recuerdo de cuanto en los días de lluvia había ocurrido y en lo demás del tiempo se estaban ocultos y nada decían. Porque las mismas cosas tienen, en distintos días, distintos modos de acontecer y lo que ocurrió bajo la lluvia, sólo bajo la lluvia puede ser contado y recordado.
Así por la manera de revelar su naturaleza, se agrupaban los verdes en clases distintas. Esto ocurría, naturalmente, tan sólo con tres de los métodos, ya que el de los secos servía para todo verde, pues no se basaba en una circunstancia, sino en la vida y la muerte del vegetal. Había, pues, “verdes de lluvia” y “verdes de cuando no llueve”; “verdes de sombra” y “verdes de luz”; “verdes de sol” y “verdes de luna”. Entre estas clases, había todavía muchas subdivisiones y paralelos entre clase y clase. Así ocurría, por ejemplo, con la encina y el olivo, con el chopo y el ciprés. El verde de la encina era “verde de sol” y el del olivo, su complementario entre los “verdes de luna”. El “verde olivo” tenía, a su vez, un contrario entre los de su clase: el “verde retama”. Porque nacían en dos lunas opuestas. El de olivo, nacía cuando la luna iba alta y lenta y describía un arco pacífico por el cielo oscuro. El de retama en cambio, cuando la luna corría herida y lujuriosa, como una loba en celo, por el cielo bajo de las claras noches y aullaba derramando un agrio olor y se velaba a ratos de nubes rápidas. También se revelaba el haz de las hojas, en su envés. Así el verde de los chopos, que nacía en la primavera, lleno de sol y de claridad, tenía en su envés el recuerdo de las nieves.
Pero donde mejor se conocían los verdes, era en sus secos. Nadie puede decir que conoce el verde de una planta si no lo ha visto seco alguna vez. Y para esto se valía Alfanhuí de la herboristería. Porque era conocer los verdes, en lo que la muerte les había dejado. Debajo de cada verde hay un seco y cuando aquél se desvanece, éste le revela. Y comparaba Alfanhuí una cosa con otra y había verdes que eran distintos en lo viviente, pero iguales en el seco que les subyacía. Y había verdes que se oscurecían en la muerte y verdes que se aclaraban, y otros que se trocaban en marrón, en rojo o en amarillo. Y aun los había tan sutiles y efímeros que el morir les dejaba transparentes como laminitas de cristal. Algunos había que al secarse presentaban distinto modo de ejemplar a ejemplar, porque habían sido sensibles a cuanto cerca de ellos ocurría. Así sacaban a veces caprichosos dibujos de rayas negras, revelándose testigos de hechos inconfesables. A veces eran dibujos tristes, como un lamento, o dibujos airados que pedían venganza.
En los tarros de la tienda iba buscando Alfanhuí el espejo mortal de cuanto vive, para conocerlo mejor.
Todas estas cosas y muchísimas más aprendió Alfanhuí, el tiempo en que estuvo en casa del licenciado Diego Marcos. Mas cuánto llegó a saber, deja de declararse en esta historia, porque tan sólo el mismo Alfanhuí hubiera podido escribirlo.
Y cuando hubo acabado con todo esto, se le quitó aquella extraña mirada vegetal y le afloró de nuevo a los ojos toda la memoria.
Despidióse de sus amos y dejó Palencia, porque ya mucho le llamaba el recuerdo a la nueva y gentilísima andanza con que este libro termina.”
Rafael Sánchez Ferlosio. Industrias y andanzas de Alfanhuí.
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