“ El joven hermano me aconsejó empezar mis estudios por un manual de historia dictoniana, escueto pero instructivo, escrito por Abuz Gragz, historiador oficial, pero «relativamente bastante objetivo», según me dijo. Seguí esta sugerencia.
Hasta alrededor del año 2300, los dictonianos se parecían todavía a los hombres como
hermanos gemelos. A pesar de que los progresos de la ciencia eran acompañados por la
laicización de la vida, el duismo, religión preponderante en Dictonia durante veinte siglos,imprimió su huella en el desarrollo ulterior de la civilización del planeta. El duismo promulga la creencia de que cada vida conoce dos muertes, la anterior y la posterior, o sea, la de antes del nacimiento y la de después de la agonía. Los teólogos dictonianos se hacían cruces, estupefactos, cuando tiempo después, conocían de mi boca que nosotros,los terrestres, no pensábamos así y que había iglesias que sólo se interesaban por una, o sea la existencia posmortuoria. No podían comprender por qué a la gente le era desagradable la idea de su futura desaparición y, en cambio, no les molestaba pensar que antes de nacer no estaban en el mundo.
El duismo modificó su esencia dogmática en el transcurso de los siglos, pero siempre
demostró un gran interés por la problemática escatológica, lo que condujo precisamente,según el profesor Gragz, a emprender, tiempo atrás, el intento de poner en marcha una tecnología inmortalizadora. Como se sabe, nos morimos porque envejecemos, y envejecemos, es decir, sufrimos deterioros corporales, por culpa de la pérdida de informaciones imprescindibles: las células olvidan con el tiempo qué deben hacer para no desintegrarse. La naturaleza suministra este conocimiento, de manera constante, sólo a las células del sistema reproductivo, porque las otras le importan un comino. Así pues, el envejecimiento consiste en el despilfarro de informaciones de una importancia vital.
Bragger Fizz, el inventor del primer lnmortalizador, construyó un dispositivo al cuidado del organismo del hombre (usaré este término hablando de los dictonianos, porque me es más cómodo), que recogía cada pizca de información perdida por las células corporales y se la introducía de nuevo. Dgunder Brabz, el primer dictoniano que se prestó al experimento de perpetuización, fue inmortal sólo un año. No pudo aguantar más, porque le cuidaba un equipo de sesenta máquinas que clavaban miles de millones de invisibles alfileritos de oro en todos los recovecos de su organismo. No podía moverse y vivía una vida de tristeza en medio de una verdadera planta industrial (llamada la perpetuandería). Dobder Gwarg, el candidato siguiente a inmortal, podía ya pasearse, pero le acompañabasiempre una columna de tractores pesados, cargados de aparatos perpetuizadores. También él, a su vez, se suicidó por motivos de frustración.
Sin embargo, persistía la opinión de que gracias al progreso de esa tecnología se
inventarían unos microperpetuadores. Desgraciadamente, Haz Berdergar demostró, en
base a unas operaciones matemáticas, que PEPITA (Perpetuador Personal de
Inmortalización Totalmente Automática) tenía que pesar por lo menos 169 veces más que
el inmortalizado, siempre y cuando se lo construyese conforme al plan típico de la
evolución, ya que, como dije antes y como saben nuestros científicos, la naturaleza se preocupa únicamente por el puñado de células reproductoras de cada individuo, y manda el resto al cuerno.
La disertación de Haz causó una impresión enorme y hundió la nación en una profunda
depresión: la humanidad comprendió que no se podía traspasar la Barrera de la
Mortalidad sin despojarse simultáneamente del cuerpo hecho por la Naturaleza. En la
filosofía, el razonamiento de Berdergar encontró la reacción en la famosa doctrina del gran pensador dictoniano Donderwars. Su tesis afirmaba que la muerte espontánea no podía llamarse muerte natural. Lo natural es digno y honesto, mientras que la mortalidad era un escándalo y una infamia a escala cósmica. La universalidad del crimen no atenúa en lo más mínimo su infamia. Tampoco tiene la menor importancia para la apreciación de un crimen el hecho de haberse dejado prender, o no, su autor. La naturaleza se comportó con nosotros de manera canallesca, confiándonos una misión aparentemente llena de encanto y, en realidad, desprovista de esperanza. Cuanta más sabiduría se adquiere en la vida, más cerca se está del nicho. Puesto que ninguna persona de moralidad elevada puede asociarse con asesinos, es inadmisible la colaboración con la bellaca Naturaleza. Sin embargo, el entierro es un acto
de cooperación bajo la forma de juego a la gallina ciega. Lo que se pretende es esconder a la víctima, como suelen hacer los cómplices de un crimen; en las losas sepulcrales se graban muchas cosas insignificantes, pero nunca las esenciales: si los hombres se atrevieran a enfrentarse con la verdad, estamparían en ellas una buena sarta de maldiciones dedicadas a la Naturaleza, ya que es ella quien arregló nuestro destino. En cambio, nadie dice esta boca es mía, como si un asesino tan hábil que se volatiliza siempre, mereciera encima por ello una consideración especial. En vez de «Memento mori», hay que repetir «Exite ultores» y perseguir la inmortalidad, aún al precio de la pérdida del aspecto tradicional: éste era el testamento ontológico del eximio filósofo.”
“El Padre Superior me explicó que el duismo era una fe en Dios despejada de dogmas
que se habían enranciado progresivamente en el transcurso de las revoluciones bióticas. La Iglesia atravesó la crisis más grave cuando fue desautorizado el dogma del alma inmortal, comprendida en el sentido de una perspectiva de vida eterna. La dogmática fue atacada en el Siglo XXV por tres técnicas sucesivas: las de congelación, inversión y espiritualización. La primera consistía en convertir al hombre en un bloque de hielo, la segunda, en invertir la dirección del desarrollo individual, la tercera en manipular a su antojo la conciencia humana. El ataque de la frigidación pudo aún ser combatido, gracias a la afirmación de que la muerte sufrida por el hombre congelado y vuelto a resucitar, no era idéntica a la que, como dicen las Sagradas Escrituras, es seguida por la partida del alma al Más Allá. Era una explicación imprescindible, porque, si no se hiciera esta diferencia, un resucitado tendría que saber alguna cosa sobre el lugar en el cual estaba
su alma durante los cien o varios centenares de años de su permanencia fuera de la vida.
Algunos teólogos, Gauger Drebdar entre otros, creían que la verdadera muerte acaecía
sólo después de la descomposición del cuerpo («y en polvo te convertirás»), pero esta
versión tuvo que ser abandonada después de la puesta en marcha del llamado campo de
resurrección, que componía al hombre vivo precisamente de polvo, es decir, del cuerpo
hecho de polvo de átomos, ya que tampoco en ese caso el resucitado sabía nada si, y
dónde, su alma se iba mientras tanto. El dogma se conservó gracias a una política de
avestruz: se evitó cuidadosamente definir cuándo la muerte era ya tan contundente que el alma podía, sin lugar a dudas, desprenderse del cuerpo. Sin embargo, sobrevino luego la ontogénesis inversible; su técnica no fue concebida especialmente para atacar la fe, pero resultó muy eficaz en la liquidación de los vicios de desarrollo del feto: gracias a ella, se aprendió a practicar la detención y regresión de dicho desarrollo, después de invertirlo totalmente, para volver a iniciarlo a partir de la célula fecundada. Pronto se vio comprometido el dogma de la inmaculada concepción, junto con el de la inmortalidad del alma, todo de un golpe, puesto que, gracias a la retroembrionalización, se podía hacer volver atrás cada organismo a través de todas las frases anteriores e, incluso, causar una
nueva escisión de la célula fecundada que le había dado origen, en óvulo y
espermatozoide. Era, verdaderamente, un problema muy embrollado, visto que, según el dogma, Dios creaba el alma en el momento de la fecundación; y si se podía invertir y, por tanto, anular la fecundación separando sus dos componentes, ¿qué pasaba con el alma ya creada? El producto secundario de esa técnica era la clonación, es decir, la incitación de cualquier célula, tomada de un cuerpo vivo, a desarrollarse en un organismo normal; igual servían células de la nariz, talón, mucosa de la boca, etc. Como en esta clase de creación no intervenía para nada la fecundación, no cabía duda de que funcionaba allí la biotécnica de la inmaculada concepción, que fue explotada a escala industrial. También se sabía ya invertir, acelerar o desviar la embriogénesis, de modo que un embrión humano podía convertirse, por ejemplo, en el de un mono; en tal caso, ¿qué le sucedía al alma? ¿Era estirada y comprimida como un acordeón o, tal vez, después de ser cambiada la marcha de la vía humana a la simiesca, se perdía por el camino? Sin embargo, según el dogma, el alma no podía, una vez creada, ni desaparecer ni disminuir, ya que era una unidad indivisible. Hubo quien empezó a pensar si no se debía lanzar anatema sobre los ingenieros embrionistas, pero no lo hicieron, y con razón, porque iba tomando un gran auge la ectogénesis. Al principio pocos y después ya nadie nacía de varón y hembra, sino de una célula encerrada en una matriz artificial, y, en verdad, era difícil negar los sacramentos a toda la humanidad a causa de haber nacido por el sistema de partenogénesis. “
“Viendo que el movimiento teológico quedaba distanciado por el progreso técnico, el
Concilio del año 2542 fundó la orden de los Padres Prognositas, encargándoles trabajos futurológicos dentro de la esfera de los intereses de la santa fe, ya que la necesidad de anticipar su destino en el porvenir era urgentísima. La inmoralidad de las tecnologías nuevas asustaba no sólo a los creyentes: gracias a la clonación, por ejemplo, se podían producir, además de individuos normales, unos seres biológicos, pero casi sin cerebro,aptos para trabajos mecánicos, y, peor todavía, tapizar muebles y paredes con tejidos de hombres y animales, cultivados adrede para este uso. Se fabricaban también insertos y clavijas para reforzar o debilitar la inteligencia, se despertaban estados de éxtasis místico en las computadoras y en los líquidos, se convertía una célula de hueva de rana en un sabio, provisto de cuerpo humano o animal, o bien de una forma nueva, hasta entonces desconocida, proyectada por especialistas en embriología. Hubo varias protestas contra esta actividad, incluso en el mundo seglar, pero no se les dio satisfacción.”
“Supe, gracias al profesor, que en el ano 2401 Byg Broggar, Dyr Daagard y Merr Darr
abrieron las puertas de par en par sobre la perspectiva de una ilimitada libertad
autoevolutiva. Los tres científicos creían profundamente que el Homo Autofac Sapiens
creado gracias a su invento alcanzaría la plenitud de armonía y felicidad, dándose a si mismo las formas del cuerpo y virtudes del alma por él escogidas como las más perfectas, y que sobrepasaría la Barrera de Mortalidad si lo quisiera; en una palabra, demostraron en el curso de la Segunda Revolución Biótica (a la primera se deben los espermatozoides productores de bienes de consumo), el maximalismo y optimismo típicos de la historia de la ciencia. ¿Acaso no surgen esperanzas parecidas a cada aparición de una tecnología grande y nueva?
En sus comienzos, la ingeniería autoevolutiva, o sea, el llamado movimiento de
embrioconstrucción, parecía desarrollarse de la manera prevista por sus sabios
inventores. Los ideales de salud, armonía, belleza espiritual y corporal se generalizaron, las leyes constitucionales garantizaban a cada ciudadano el derecho a poseer los caracteres psicosomáticos más apreciados. Pronto fueron considerados como unos vestigios de antigüedad todas las deformaciones y lesiones hereditarias, la fealdad y la estupidez. No obstante, todo desarrollo se caracteriza por su marcha hacia adelante que le imprime sin cesar el movimiento del progreso; las cosas no quedaron, pues, en la fase descrita. Los signos de cambios siguientes parecían tener al principio un cariz inocente. Las muchachas se ponían guapas gracias al cultivo de joyería cutánea y de otros primores del cuerpo (orejas acorazadas y uñas de perla); los muchachos lucían con orgullo patillas y barbas por delante y por detrás, crestas en la cabeza, dobles hileras de dientes, etc.
Veinte años después hicieron su aparición los primeros partidos políticos. Mientras leía, tardé un poco en comprender que la palabra «política» no significaba en Dictonia lo mismo que sobre la Tierra. La contrapartida de programa político que postulaba la multiplicación de formas corporales, era el programa monótico que reivindicaba el reduccionismo, es decir, la necesidad de desprenderse de unos órganos consideradoscomo superfluos por los monóticos del partido.”
“Desde los albores de la autoevolución desgarraban el campo del progreso corporal
profundas diferencias de opiniones sobre las cuestiones esenciales. La oposición de los conservadores desapareció ya cuando el gran descubrimiento no contaba más de
cuarenta años; se los llamaba siniestros reaccionarios. Los progresistas, en cambio, se fraccionaron en golpistas, medianistas, multicistas, liniófilos, blandistas y otros muchos partidos más, cuyos nombres y programas se me borraron de la memoria. Los golpistas exigían que las autoridades determinaran un prototipo corporal perfecto, para imponerlo a todos de golpe. Los medianistas, cuya ideología estaba más impregnada de criticismo, juzgaban que no era posible crear una belleza perfecta de forma tan inmediata, y se proclamaban más bien partidarios de un camino hacia el cuerpo ideal, pero no precisaban de manera inequívoca de qué camino se trataba y, en primer lugar, si éste podía ser desagradable para las generaciones intermedias. Respecto a ese problema, se dividían en dos fracciones. Otros partidos, los de liniófilos y multicistas, por ejemplo, afirmaban que valía la pena disponer de varios aspectos para ocasiones distintas y decían que el hombre no era peor que los insectos: si estos últimos podían pasar por metamorfosis durante su vida, al hombre le correspondía el mismo derecho. El niño, el chico, el joven, el hombre adulto, serían personificaciones de modelos esencialmente diferentes. Los blandistas eran los más radicales de todos: desaprovechaban el esqueleto como una cosa anticuada, pregonaban el abandono de la constitución vertebrada y postulaban la plasticidad enteramente blanda. Un blandista podía modelarse y amasarse a si mismo a su gusto. No cabe duda de que era una solución muy práctica para locales pequeños y trajes y se arrollaban hasta conseguir las formas más estrambóticas, para expresar su
estado de ánimo según la situación y circunstancia, por el automodelaje de su cuerpo; sus adversarios poli y monóticos les daban el despreciativo nombre de charcosos.
Para contrarrestar la amenaza de la anarquía corporal fue instaurado el BUPROCUPS
(Buró de Proyectos de Cuerpo y Psique), que debía suministrar al mercado planos
transformativos, variados pero bien estudiados y comprobados. Sin embargo, no se había llegado todavía a un acuerdo respecto a la orientación básica de la autoevolución: se trataba de decidir si debían producirse cuerpos que hicieran la vida lo más agradable posible, o los que facilitasen a los individuos la integración más eficaz en la sociedad; optar por el funcionalismo o la estética, favorecer la fuerza del espíritu o la de los músculos. Era fácil refugiarse en vaguedades y tópicos sobre la armonía y la perfección; sólo que la práctica demostraba que no todos los rasgos excepcionales eran susceptibles de ser fusionados. Había muchos que se excluían mutuamente.
En todo caso, la repulsa al hombre natural estaba en su apogeo. Los especialistas se
extendían sobre el primitivismo y la negligencia del trabajo de la Naturaleza; en los
escritos del campo de cuerpometría e ingeniería somática de la época se manifestaban
claramente las influencias de la doctrina de Donderwars. Se criticaba duramente los fallos del organismo natural, su marcha senilizante hacia la muerte y la tiranía de viejos impulsos sobre la razón, más reciente. Las revistas científicas rebosaban de voces airadas contra los pies planos, tumores, hernias discales y un sinfín de otros males causados por la chapucería evolutiva y desidia de lo que llamaban el trabajo de topo de la evolución derrochadora y falta de ideología; en una palabra: ciega.
Al cabo de tantas generaciones los descendientes parecían vengarse de la Naturaleza
por aquel silencio pasivo con el cual sus antepasados tuvieron que tragarse la revelación del origen simiesco del hombre dictoniano; todos se mofaban del llamado período arbóreo; al parecer, en aquella época unos animales empezaron a refugiarse en los árboles y luego, cuando los bosques desaparecieron a causa de la estepificación, tuvieron que bajar de ellos demasiado pronto. Según algún que otro crítico, la antropogénesis era debida a los terremotos que tiraban al suelo a todo bicho viviente, siendo así que los hombres fueron creados, en cierto modo, por el método de pera madura. Eran, evidentemente, unas simplificaciones muy exageradas, pero burlarse de la Naturaleza era entonces de buen tono.
Mientras tanto, BUPROCUPS perfeccionaba los órganos internos,proveía la columna vertebral de una mejor suspensión y fortaleza, fabricaba corazones y riñones de recambio; pero todo esto no satisfacía a los extremistas, que pugnaban bajo
consignas demagógicas como: ¡Fuera la cabeza! (por no ser lo bastante amplia),
«¡Cerebro al vientre!» (porque allí había más sitio), etc.
Las controversias más violentas surgieron en torno a la cuestión del sexo, ya que
mientras unos encontraban que todo en él era de pésimo gusto y que, para arreglarlo,
había que inspirarse en las flores y las mariposas, otros, reprendiendo a aquellos
platónicos por su fariseísmo, exigían por el contrario la amplificación y escalada de lo que ya existía. Cediendo a la presión de grupos extremistas, BUPROCUPS abrió buzones de proyectos de racionalización en ciudades y aldeas. Aludes de propuestas colmaron los despachos y la cantidad de funcionarios creció vertiginosamente; al cabo de diez años la burocracia oprimió tanto la autocreación que BUPROCUPS se fragmentó en asociaciones, comisiones e institutos, tales como COBRA (Comisión de Bellos Rasgos), SESO (Sociedad de Extremidades Sanas y Ornamentales), IPORRA (Instituto de Popularización Radical de Renovación Anatómica), y otros varios. Proliferaron congresos, cursillos sobre la forma de los dedos, se discutía acerca de la jerarquía y el futuro de la nariz; de las perspectivas para la región sacrolumbar, etc., perdiendo de vista el conjunto del problema, con tal resultado que lo que proyectaba una sección no se ajustaba a la producción de las otras. Nadie dominaba ya la problemática llamada en abreviatura EA(Explosión Automórfica), así que para liquidar finalmente todo aquel caos, se entregó la gestión del campo de la biótica al COMPUSOPSI (Computador Somático Psíquico).”
“ Volví a mi celda y a la lectura de un nuevo tomo de historia, donde se describía la Era de Centralización del Corporalismo. El COMPUSOPSI funcionaba al principio a satisfacción de todo el mundo, pero pronto aparecieron sobre el planeta unos seres nuevos: dobletes, tripletes, cuadrupletes, más tarde octavones y finalmente, los que no querían terminarse de manera calculable, ya que durante la vida siempre les crecía algo nuevo. Era la consecuencia de unos defectos, o sea, una errónea reiteración de los programas; en palabras más sencillas: la máquina empezó a tartamudear. Sin embargo, como el culto de su perfección imperaba, la gente
intentaba loar estos vicios automórficos, llegando a mantener, por ejemplo, que la
incesante brotación y frondosidad, precisamente, era la expresión más convincente de la naturaleza proteica del hombre. Aquel ambiente de lisonja retrasó la reparación del COMPUSOPSI, causando la creación de los llamados infinitistas y potencos(potencia n), que perdieron la orientación en su propio cuerpo, de tanto que tenían. Se perdían en él, formando enredos y nudos; a veces no se los podía desliar sin llamar a los médicos de urgencia. La reparación del COMPUSOPSI no dio resultado. Finalmente le cambiaron el nombre por el de COMPUCHATARRA y lo hicieron volar con explosivos. El alivio que reinó después no duró mucho, ya que volvió la terrible pregunta: ¿qué debía hacerse con el cuerpo?
Por primera vez se dejaron oír entonces unas voces tímidas que proponían la vuelta al
aspecto antiguo, pero fueron acusadas de reaccionarismo obtuso. En las elecciones del
año 2520, vencieron los Antojistas o Relativistas, porque gustó su programa demagógico, según el cual cada hombre podía escoger sus formas a su antojo; las limitaciones sólo podían ser funcionales: el arquitecto corporalista del barrio daba el visto bueno a los proyectos aptos para una existencia confortable, sin preocuparse por lo demás. BUPROCUPS lanzaba al mercado avalanchas de esos proyectos.
Los historiadores llaman a la fase de automorfía regida por el COMPUSOPSI la época de centralización, y a los años que vinieron después, la de reprivatización.
Al confiar el cuidado del aspecto humano a la iniciativa privada, se provocó, al cabo de unos decenios, una crisis nueva. Por otra parte, algunos filósofos venían explicando que cuanto mayor era el progreso más numerosas eran las crisis, y que si éstas faltaban se las debía organizar adrede, ya que activaban, unían, despertaban el entusiasmo creador y el espíritu de lucha, y cimentaban la unión anímica y material en una palabra, incitaban a la sociedad en el marasmo, el estancamiento y otros síntomas de descomposición. Estas teorías eran profesadas por la escuela de los llamados optisemistas, es decir, filósofos que extraían el optimismo para el futuro de la valoración pesimista del presente.
El período de iniciativa privada del modelaje de cuerpos duró tres cuartos de siglo. En sus comienzos, la gente disfrutaba mucho con la automorfía. La juventud volvió a ponerse a la vanguardia de la moda, los chicos llevaban con ostentación sus sistemas respiratorios y su musculatura de último grito, las jovencitas unos modelos de cuerpos de lo más sofisticado que pudieron inventar; pero pronto surgieron entre las generaciones unos conflictos importantes: entre los jóvenes se propagó una corriente contestataria de cariz ascético, en cuyo nombre acusaban a sus mayores de no vivir más que por el placer, les reprochaban su actitud pasiva e incluso consumidora hacia el cuerpo, su hedonismo barato, sus apetitos vulgares de gozar, y para subrayar hasta qué punto se consideraban diferentes, se revestían ex profeso de unas formas repulsivas, muy inconfortables, verdaderamente monstruosas (nefandistas, tremebundinos). En el deseo de demostrar su desprecio por todo lo utilitario, se colocaban los ojos bajo los sobacos; los activistas bióticos más jóvenes usaban un sinfín de órganos de sonido, cultivados en cantidades industriales (tambolinas, arpiolas, poligongos, guitardos). Se organizaban bramiderías en masa, durante las cuales, los solistas, llamados rugeñores, hacían caer a las muchedumbres entusiastas en unos paroxismos de frenesí convulsivo. Vino luego la moda (o manía) de los tentáculos largos, cuyo calibre y fuerza de agarre estaban ajustados a la escala de la típica frase juvenil y jactanciosa:«¡Ahora verás con quién te la juegas!». Puesto que nadie tenía fuerzas para llevar solo aquellas masas de boas enliadas, se solían usar las llamadas andatorias o portacolas (contenedores que sabían andar), que brotaban de la parte baja de la espalda, las cuales, sostenidas por dos fuertes
pantorrillas, transportaban el fardo de tentáculos detrás de su propietario. Encontré en el libro unas ilustraciones con jóvenes elegantes, paseando con sus portacolas llenas de montones de tentáculos; era ya el ocaso de la contestación, mejor dicho su crac total. El movimiento se agotó porque carecía de ideales propios limitándose solamente a representar una protesta contra el barroquismo orgiástico de la época.
Dicho barroquismo tenía sus apologistas y teorizantes, según cuyas afirmaciones el
cuerpo existía para poder experimentar el máximo de placeres en la máxima cantidad de
sitios a la vez. Merg Barb, el representante más nombrado de esa doctrina, explicaba que la Naturaleza había provisto al cuerpo (más bien escasamente) de unos centros de
sensaciones agradables para que las pudiera experimentar; si lo dispuso así, es porque las percepciones placenteras no eran autonómicas, sino que cada una servia a un fin; por ejemplo, suministrar al organismo líquidos, hidratos de carbono, albúmina, o bien asegurarle la continuidad en la descendencia, en la reproducción de las especies, etc. Había que romper definitivamente con ese pragmatismo impuesto.
El papel pasivo de la gente en la creación de los cuerpos era un síntoma de la falta de imaginación perspectiva; los placeres culinarios y eróticos no eran más que un mediocre producto secundario del contentamiento de los instintos innatos, o sea, de la tiranía de la Naturaleza. No bastaba con dar rienda suelta al sexo (lo demostraba la ectogénesis), ya que éste no tenía gran porvenir, ni combinatorio, ni constructivo. Lo que podía inventarse respecto a él, estaba realizado mucho tiempo atrás. El sentido de la libertad automórfica no consistía en aumentar ingenuamente algún detalle que otro, plagiando siempre la misma anticualla sexual; había que inventar unos órganos y sistemas inéditos, cuya única misión sería la de proporcionar a su propietario la posibilidad de sentirse bien, cada vez mejor, deliciosamente.
Barb fue respaldado por un grupo de proyectistas del BUPROCUPS, jóvenes y
talentosos que dibujaban ripcias y jondugos, anunciados por una campaña publicitaria
arrolladora que garantizaba sus perfecciones, proclamando que los goces antiguos de
mesa y cama eran unas verdaderas birrias en comparación con los efectos de ripciadas y jondugaciones. En los cerebros se insertaban, evidentemente, centros de sensaciones
extáticas, programados para el caso por los ingenieros de vías nerviosas y ordenados en series superpuestas. En consecuencia se originaron impulsos nuevos, el ripcioso y el jondugatorio, así como las actividades que les eran propias, de una escala muy rica y variada, puesto que se podía ripciar y jondugar por separado o simultáneamente, en solos, dúos, incluso en grupos de varias decenas de personas. Como es natural, nacieron nuevos géneros de bellas artes, cultivados por artistas ripciores y jondugores; pero las cosas fueron más lejos todavía: a finales del Siglo XXVI hicieron su aparición las formas barrocas de lenguoreptos y chupapiés, acogidos por el aplauso de admiración general. El famoso Ondur Sterodon, que sabia ripciar, jondugar y mandolar, todo a la vez, volando al mismo tiempo con unas alas espinales, se convirtió en ídolo de las masas. En el momento culminante del barroco, el sexo quedó pasado de moda; lo cultivaban todavía sólo dos fracciones políticas de poca monta, los acumuladores y los separatistas. Estos últimos, hostiles al libertinaje, consideraban que era una indignidad besar a una amante con la misma boca con que se comían coles. Según su ideología, se necesitaba para ello una boca distinta, llamada platónica; lo mejor era disponer de toda una gama de bocas, para usarlas conforme a las circunstancias (parientes, amigos, el ser querido). Los acumuladores, adictos al funcionalismo, propugnaban el punto de vista opuesto, juntando todo lo que podían para simplificar el organismo y la vida.
El período postrero de aquel estilo, extravagante y estrambótico como todos los estilos decadentes, creó unos ejemplares tan raros como la mujer taburete y el héxaco, este último parecido a un centauro que tuviera, en vez de cascos, cuatro pies descalzos, el par anterior girado en punta hacia el posterior. Este especimen tenía un segundo nombre, el de pateón, tomado de su baile preferido, cuyo paso esencial era un pateo enérgico. Sin embargo, el mercado daba señales de saciedad y hastío. Cada vez era más difícil dar el golpe con una novedad corporal: se llevaban peinados de asta natural, las damas de la alta sociedad se abanicaban las mejillas con sus pabellones auriculares rosa pálido adornados de dibujos estigmáticos en transparencia, se intentaba andar sobre unos seudopedúnculos torneados, etc. El BUPROCUPS, por pura inercia, seguía editando proyectos: pero varios síntomas presagiaban el cercano fin de aquella era.”
“Abrí el tomo de la historia dictoniana dedicado a la época moderna.
El primer capítulo trataba de las corrientes autopsíquicas del Siglo XXIX. La
omnipotente transformabilidad corporal había llegado a aburrir tanto a la gente, que la idea de olvidar el cuerpo y ocuparse de la formación del intelecto pareció dar una nueva vida a la sociedad y sacarla del marasmo. Fueron los comienzos del Renacimiento. Los primeros en abrir el camino al nuevo estilo eran los genialitas, autores del plan de convertir a todos los hombres en sabios. No tardó en despertarse el hambre del saber, el intenso deseo de cultivar las ciencias, el establecimiento de contactos intersiderales con otras civilizaciones. Al mismo tiempo, el crecimiento irresistible de conocimientos exigió unas transformaciones corporales correspondientes, ya que los cerebros tan desarrollados no cabían siquiera en el vientre. La sociedad se genializaba con aceleración exponencial y las ondas intelectuales recorrían todo el planeta. Ese Renacimiento que buscaba el sentido de la existencia en el Saber, duró setenta años. Dictonia rebosaba de
pensadores, profesores, superfesores, ultrafesores y, al final, de contrafesores.
Y puesto que el transporte de cerebros agigantados se hacia cada vez más incómodo,
después de una corta fase de bipensantes (llevaban dos carretillas incorporadas, una
delante y otra detrás, para los pensamientos superiores e inferiores), los genialitas se convirtieron, por el orden mismo de la vida, en inmuebles. Cada uno estaba metido en la torre de su propia inteligencia, envuelto en serpentinas de cables como una Gorgona; la sociedad del planeta se parecía a un panal de sabiduría, recogida en vez de miel, en cuyas celdillas pululaba la cresa humana. La gente conversaba por radio y se hacía televisitas. Las secuelas de la escalada científica condujeron a un conflicto entre los partidarios de convertir la riqueza de sabidurías individuales en un tesoro común y los coleccionistas de conocimientos, que querían poseer el régimen de propiedad privada de sus informaciones. Empezó el espionaje de pensamientos ajenos, robos de ideas especialmente brillantes, intrigas entre las torres de los antagonistas en filosofía y arte, falsificaciones de datos, cortes de cables, e incluso intentos de anexión de bienes psíquicos de los vecinos, incluyendo a la persona del propietario.
La reacción fue violenta. Nuestros grabados medievales con imágenes de dragones y
monstruos de allende los mares son un juego de niños comparados con el desenfreno de
formas corporales que se adueñó del planeta. Los últimos genialitas, cegados por el sol, salían a rastras de las ruinas de sus torres para huir de la ciudad. Gambercias,
penderastas y atracontes aprovecharon el caos general para hacerse amos del lugar. Se
producían combinaciones de máquinas y cuerpos, entregadas a la lujuria (maquinoide
aparatista, desnudomóvil, vagonhembra), la prensa publicaba irreverentes caricaturas del clero: cucaramonje con cucaramonja, sin mencionar a ternellas y ventrugos.
Fue una época de gran auge de la agonalia. Toda la civilización retrocedió un paso
gigantesco. Hordas de musculosoestrangulones retozaban en los bosques con rastrinfas.
En los matorrales se agazapaban las tribus de temblarios. En el planeta no quedaba ni
rastro de su pasado cerebral. En los parques, invadidos por la mala hierba de muebles y vajillas salvajes, reposaban entre las matas de toalleros los montañistas(verdaderas montañas de carne jadeante). Casi todas esas formas execrables no eran planeadas y preconcebidas conscientemente, sino arrojadas al mundo al azar de averías de la maquinaria constructora de cuerpos, que, en vez de modelos encargados, producía unos monstruos degenerados y enfermos. En aquella época de monstrólisis social, como escribía el profesor Gragz, la prehistoria parecía tomarse un extraño desquite en sus descendientes, ya que lo que el pensamiento primario sólo imaginaba a través de unos mitos pavorosos, o sea, la palabra de horror, se hizo cuerpo en el delirio ciego de la tecnología biótica.
En los comienzos del Siglo XXXX asumió el poder en Dictonia el dictador Dzomber
Glaubon. Bajo sus órdenes, en el espacio de veinte años se estableció la unificación,
normalización y estandarización de los cuerpos, acogida al principio como una salvación. El nuevo gobernante era partidario de un absolutismo ilustrado y humanitario, así que no permitió que se exterminaran los individuos de formas degeneradas procedentes del Siglo XXIX, sino que los congregó en unas reservas designadas para este fin. En los confines de una de ellas, precisamente, estaba situado, debajo de las ruinas de la antigua capital de la provincia, el convento subterráneo de los Padres Destruccianos en el cual me había refugiado. Conforme a un decreto de Glaubon, todos los ciudadanos estaban obligados a ser solistas sintraseristas, o sea, unisexuales y con el mismo aspecto por delante que por
detrás. El dictador explicó en sus Pensamientos, obra representativa de su programa, que había privado a la población del sexo por considerarlo culpable de la decadencia del siglo anterior. Les dejó la razón porque no quería gobernar a unos débiles mentales, sino, al contrario, renovar la civilización.
Pero la razón implica la diversidad, incluyendo las ideas no ortodoxas. Una oposición
ilegal se ocultó bajo tierra, donde se entregaba a funestas orgías antisolistas. Eso, por lo menos, era lo que decía la prensa gubernamental. Sin embargo, Glaubon no perseguía a los miembros de la oposición, revestidos de unos cuerpos contestatarios (mastocontes, traseristas). Se decía que incluso operaban en la clandestinidad unos bitraseristas, según cuya doctrina la razón existía para que la gente tuviera un medio de comprender que debía librarse de ella cuanto antes, ya que era la causa de todos los desastres en la historia universal. Dicha fracción sustituía la cabeza por lo que suele tomarse por su antítesis, por considerar que era incómoda, perjudicial y banal. En todo caso, el padre Darg estaba seguro de que la prensa exageraba un poco por exceso de celo. Los traseristas eliminaron la cabeza porque no les gustaba, pero conservaron el cerebro y sólo lo trasladaron más abajo para que mirara el mundo con dos ojos, el del ombligo y otro, detrás, un poco más abajo todavía.
Después de haber instaurado un relativo orden en el país, Glaubon proclamó un plan
milenal de estabilización social gracias a la llamada hedalgética. La publicación del
decreto fue precedida por una gran campaña de prensa bajo el lema «EL SEXO AL
SERVICIO DEL TRABAJO». Cada ciudadano tenía adjudicado su puesto de trabajo y los
ingenieros de vías nerviosas enlazaban las de su cerebro de tal manera que sentía el
goce si trabajaba como era debido. Plantaba árboles o acarreaba agua, volaba en alas de la voluptuosidad, y cuanto más trabajaba, más intenso era su éxtasis. Pero la malicia propia a la inteligencia puso también trabas a este método sociotécnico, considerado como infalible: los inconformistas opinaban que el goce sentido gracias al trabajo era una forma de alienación. Rebelándose contra la lujuria laboral (laboribido), pese al deseo que les empujaba hacia las profesiones impuestas, se dedicaban a cualquier actividad salvo la que podía satisfacer su libido. Quien tenía que ser aguador cortaba leña, quien era leñador acarreaba agua en manifestación abierta contra el gobierno. Glaubon decretó repetidas veces un incremento del deseo socializado, pero lo único que consiguió fue el nombre de 'era de la martirología' dado por los historiadores a los años de su gobierno. La biolicía tropezaba con grandes dificultades en la búsqueda de los culpables de esa clase
de delitos, ya que los sospechosos, cogidos in fraganti, mentían con hipocresía, alegando que sus quejas eran debidas al placer y no al sufrimiento. Glaubon, viendo la ruina de sus grandes planes, se retiró de la palestra de la vida biótica profundamente decepcionado.
Más tarde, en los confines de los Siglos XXXI y XXXII, sobrevino el período de luchas
de los Diadocos; el planeta se dividió en provincias, habitadas por ciudadanos cortados según el modelo impuesto por las autoridades locales. Eran ya los tiempos de la Contrarreforma posmonstrolítica. Los siglos pasados dejaron tras de sí unas
aglomeraciones de ciudades medio derruidas, plantas de fabricación de fetos, reservas
visitadas aún esporádicamente por unas comisiones móviles de inspección, autopistas sin tráfico rodado, y otros relictos del pasado que continuaban funcionando todavía a medias, sin vigor ni eficacia. El Tetradoc Clambron instauró la censura del recetario genético, que prohibía el uso de ciertas especies de genes; pero los individuos disconformes sobornaban a los organismos de control, o bien se ponían en sitios públicos mascarillas y postizos, se pegaban los rabos a la espalda con esparadrapo o los escondían en la pernera del pantalón, etc. Estas prácticas eran del dominio público.
El Pentadoc Marmozel, haciendo suyo el principio divide et impera, promulgó una ley que aumentaba la cantidad de sexos reconocidos oficialmente. Además del hombre y la mujer, fue creado el titerombre y la tortembra, y dos sexos auxiliares: el sostenco y el friguita. La vida, y especialmente la vida sexual, se complicó mucho durante aquel período. Hay que añadir que las organizaciones clandestinas hacían sus reuniones bajo la cobertura de relaciones entre seis sexos (sexsexuales) recomendadas por la autoridad, así que por esta razón, entre otras, el proyecto fue parcialmente anulado. Se prescindió de los auxiliares, conservando solamente hasta hoy a la tortembra y al titerombre.
Bajo el reinado de los Hexadocos, la gente inventó, para burlarse de la censura
cromosómica, las alusiones corporales. En mi libro figuraban retratos de personas cuyos pabellones auriculares tenían la forma de pantorrillas; cuando movían las orejas, no se sabía si lo hacían sin ninguna intención especial, o bien para dar unas patadas alusivas. En ciertos círculos se apreciaba mucho la lengua terminada por una pequeña pezuña. Era, eso si, incómoda y no servía para nada, pero precisamente así se manifestaba el espíritu de la libertad somática. Gurilo Hapsodor, que pasaba por liberal, concedió a los ciudadanos de excepcional mérito el permiso de poseer una pierna supletoria; la gente se acostumbró a ver en ello una distinción honrosa. Con el tiempo, el significado de aquella pierna perdió su carácter locomotor y se convirtió en el signo del cargo que se ejercía; los
altos dignatarios llegaban a tener hasta nueve piernas, gracias a lo cual se podía conocer el rango de cada uno inmediatamente, incluso en el cuarto de baño.
Asumido el poder por Ronder Ischiolis, de principios severos, se abolieron los permisos para el metraje corporal supletorio, llegando al extremo de confiscar piernas a los acusados de algún delito. Incluso corrían rumores de que aquel gobernante enérgico quería liquidar todas las extremidades y órganos excepto los imprescindibles para la vida, y fundar la microminiaturización (se construían unos pisos cada vez más pequeños), pero Bghiz Gwarndl, el sucesor de Ischiolis, anuló esos proyectos y hasta autorizó la cola, arguyendo que su penacho era útil para barrer el suelo. Luego, con Gondel Gurva en el poder, hicieron su aparición los llamados desviacionistas bajeros, que multiplicaban ilegalmente sus miembros inferiores; en el período siguiente, de autoridad más dura, volvieron a mostrarse (mejor dicho, a esconderse) uñas linguales y otros pequeños órganos contestatarios.
Las oscilaciones de ese tipo se producían todavía en el momento
de mi llegada a Dictonia. Lo que era totalmente imposible de realizar corporalmente se expresaba en la literatura pornográfica de la biótica, editada en la clandestinidad subterránea y perteneciente a las publicaciones prohibidas que figuraban en cantidad en la biblioteca del convento. He leído, por ejemplo, un manifiesto que incitaba a la creación inmediata del mujerrero que debía caminar sobre trenzas en vez de piernas; el engendro de otro autor anónimo, el falsetario, debía desplazarse en el aire en base a la técnica del tapiz volador.
Una vez adquiridas las nociones generales de la historia de Dictonia, pasé a la
literatura científica actual. El órgano principal de proyectos e investigación era
CUPROCOPS (Comisión Unificadora de Proyectos Corporales y Psíquicos). Gracias a la
amabilidad del padre bibliotecario, pude enterarme de los más recientes trabajos
publicados por dicha organización. Así, por ejemplo, el ingeniero de cuerpos Dergard
Vnich era autor de un prototipo llamado provisionalmente el polimón o doquiernal. El prof. dr. ing. lic. Dband Rabor trabajaba al frente de un nutrido grupo de investigadores en un proyecto atrevido, incluso controvertible, del llamado multipista, que debía representar la unificación funcional en tres sentidos: el de comunicación, el sexual y el de evasión abstracta. Tuve también acceso a los trabajos perspectivo-futurológicos de los mejores especialistas en cuerpos de Dictonia: la impresión que saqué de mis lecturas fue la de una automorfía atascada en un punto muerto de su desarrollo, pese a los esfuerzos de los
especialistas por sacarla del marasmo; el artículo del prof. Zagoberto Graus, director de la CUPROCOPS, publicado en la revista científica mensual 'La Voz del Cuerpo', terminaba con estas palabras: «¿Cómo podemos no transformarnos, si podemos transformarnos?»”